Aquel día, Bacupey, se levantó en su humilde choza como todos los días antes del alba.
Su padre le había dicho que tenía que dirigirse a la población cercana a la costa, y allí tenía que buscar a los hombres del cacique Guacanagari, para que pudiesen intercambiar la cosecha por otras cosas que necesitaban.
Dió un beso a su hija más pequeña y emprendió el camino. Durante las cuatro horas de viaje por la selva, pensó en los últimos rumores que se comentaban. Al parecer, alguien había dicho que los dioses habían venido. Unos seres con gran poder y unos tubos de fuego que mataban a los hombres.
Suposo que no serían otra cosa que imaginaciones de algunos.
Así, consiguió llegar a medio día a la costa. Suposo que ahora ya todo iría bien, puesto que al igual que casi todos los años, el trato con los hombres de Guacanagari, solía ser fructífero. Quizás debería ampliar su cosecha, pero su padre ya no podía trabajar y entre él y su mujer, hacían lo que podían. El año pasado le habían dado bastantes menos, así que en esta ocasión, no estaba dispuesto a lo mismo. Tenía que asegurar el sustento de su familia.
De repente vió algo extraño en la mar, una canóa gigante de la que venían otras más pequeñas. La primera de todas, ya había llegado a la playa. Había un grupo de gente que se había acercado allí y que miraban extrañados a aquellos seres de los que había oído hablar unos días antes.
Ellos llamaban a su isla Quisqueya y aunque Bacupey aún no lo sabía, ese día era el 5 de diciembre de 1492.